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Un fuego que enciende otros fuegos


Los católicos no hablamos mucho del Espíritu Santo. Nos resulta un tema incómodo, raro o esotérico. Quizás por ello solemos rezar a Dios, a Jesús, a María y a los santos, pero rara vez al Espíritu. A los curas nos pasa igual. No solemos predicar sobre la tercera persona de la Trinidad y, aunque empezamos la misa invocando al Espíritu, la terminemos dando la bendición en su nombre e insistamos en la importancia de la “vida espiritual”, rara vez hacemos del Espíritu Santo el centro de la predicación.


Sin embargo, y esta es la paradoja, sólo tenemos acceso al Espíritu. Y, por medio de él, a todo lo demás. Ya lo advirtió Juan para prevenirnos frente a futuros desengaños, “a Dios nadie lo ha visto nunca.” No esperemos nosotros verlo tampoco. Al único que podemos experimentar de forma directa es al Espíritu. “No está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos”.


La fiesta de Pentecostés es el día del año en que la liturgia subraya la importancia del Espíritu Santo, el día que recordamos su envío y su presencia permanente entre nosotros. Este es quizás el día para sacar a la luz el tesoro mejor guardado de nuestra tradición y preguntarle: ¿Qué haces entre nosotros?


El Espíritu abre los ojos

Una breve historia puede ayudar a entender qué es lo primero que hace el Espíritu en nuestras vidas. Hace unos años, una mujer llamada Sheila Harkin, ciega de nacimiento, recuperó la vista gracias a una nueva técnica médica. Después de la larga operación, pudo ver el mundo con sus propios ojos por primera vez. En una entrevista que ofreció poco después, contó su experiencia: Nunca pensé que el mundo fuera tan bello. Ahora me cruzo con la gente y les digo: “¿Has visto lo bonita que ha sido la puesta de sol de esta tarde?” Siempre me dicen que no se han dado cuenta. Lo dan por supuesto, supongo. Me encanta el color de las flores, de los árboles, del césped… Todo es tan diferente de lo que yo había imaginado. No quiero ganar la lotería. Sólo quiero ver”.


Sheila tenía razón: vivimos en un mundo bello y pocas veces nos paramos a contemplarlo. San Agustín expresó una experiencia similar, poco después de su conversión, en una de las frases mejor conocidas de las Confesiones: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por fuera te buscaba … Tú estabas conmigo, y yo no estaba contigo.”


Convertirse consiste en abrir los ojos a esa presencia cotidiana y a menudo invisible. Los signos escondidos en la realidad sólo se descubren abriendo los ojos, como Sheila, o tras una conversión, como Agustín. El agradecimiento y la sorpresa por las cosas sencillas y cotidianas están en el centro de la experiencia de Pentecostés. Quien sólo espera encontrar al Espíritu en situaciones extraordinarias, es probable que no lo encuentre nunca. Ejercitar la mirada, examinando y dando gracias por todo lo bueno que recibimos a diario, es una de las mejores maneras de descubrir su presencia.

El Espíritu ilumina

Pero las experiencias de Sheila y Agustín se nos quedan cortas para entender cómo funciona el Espíritu Santo en nuestras vidas. Se quedan cortas porque el Espíritu no es sólo, ni principalmente, una experiencia estética y personal. El Espíritu también es una experiencia de grupo, que se vive y se alimenta en comunidad. Por eso los relatos que nos hablan del Espíritu en la Biblia casi siempre tienen como protagonista a un grupo de creyentes.

El día de Pentecostés, los discípulos experimentaron la alegría, la paz y la unidad en medio de una situación dominada por el miedo, la ceguera (era de noche) y la cerrazón (las puertas estaban cerradas). Es en esa situación angustiada, de oscuridad y aislamiento, cuando irrumpe el Espíritu de Jesús para traer paz, abrir las puertas e iluminar la noche.

La primera escena de la historia de Pentecostés –un grupo de personas encerradas a oscuras y en silencio– siempre me ha recordado esos conciertos multitudinarios cuando el cantante, al final de su intervención, casi a oscuras, toca la canción que esperaban sus fans desde el principio. En ese momento, al generarse un fuerte sentimiento de comunión y fraternidad, los asistentes sacan sus móviles y empiezan a cantar al unísono, abrazados e iluminados por cientos de frágiles y pequeñas llamas. Las lenguas de fuego que se posan sobre las cabezas de los creyentes simbolizan la capacidad de vibrar juntos, de apoyarse mutuamente e iluminarse unos a otros.

Esta es la segunda intuición cristiana sobre el Espíritu Santo: podemos iluminarnos los unos a los otros; podemos ser reflejo de la presencia del Espíritu a nuestro alrededor; podemos convertirnos en imagen luminosa de Dios, en fuego que enciende otros fuegos.


El espíritu da consistencia

Pero la presencia del Espíritu no es sólo una experiencia estética y una vivencia que genera unión en un grupo. Esa experiencia y esa vivencia, si es fruto del Espíritu, se mantienen a lo largo del tiempo. Esta es la tercera clave: el Espíritu genera comunión, entendimiento y comunión en la comunidad, pero sobre todo la cohesiona y la sostiene. El Espíritu transforma la comunidad en Iglesia.

La palabra religión, en una de sus muchas acepciones (re-ligio), significa re-ligar, unir, mantener cohesionado. Esta manera de entender la religión nos indica que la experiencia del Espíritu no puede ser temporal, fluida y pasajera; al contrario, religa, da solidez y consistencia. Igual que el cemento -mezclado con áridos y agua, tras un tiempo de fraguado- forma una estructura sólida y resistente, también la presencia del Espíritu -alimentada en la contemplación, en los sacramentos y en los actos de caridad- nos hace creyentes sólidos frente a la fluidez de la vida.


El Espíritu, para los cristianos, es el cemento de la fe, quien mantiene unida a la comunidad. La Iglesia es fruto del Espíritu y sigue viva gracias a él. Cuando no sabemos a quién acudir, es apoyo que sostiene; cuando parece que no podemos más, es fuerza que sale de nuestra flaqueza; cuando parece que estamos solos, es presencia que acompaña.El Espíritu abre los ojos. El Espíritu genera comunidad. El Espíritu consolida la fe. “No está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos”.


Jaime Tatay, SJ

publicado en Jaime Tatay wordpress Blog

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